En el verano de 1966, con apenas 17 años de edad, la joven Li, hija de una familia de campesinos de Huangjin (Jilin), se convirtió en miembro de la Guardia Roja de Mao Zedong, uno de los agentes políticos clave durante la denostada “Revolución Cultural”.
Li nació al inicio de un periodo de relativa paz para China, y creció sin apenas conciencia de los desastres y atrocidades causadas por la invasión japonesa, o la no menos terrible guerra de Corea. Pero a su edad ya venía curtida por las hambrunas padecidas por la gran sequía que azotó el país desde 1959 hasta 1961.
Para que nos hagamos una idea del desastre que supuso tal sequía, según el Departamento de Agricultura y de Conservación del agua de China, durante aquellos años se secaron 266 riachuelos que fluían por la provincia de Jilin, mientras que algunas zonas de la provincia pasaron hasta 400 días sin ver caer una gota de agua.
Aquellos fueron también los años del famoso “Gran Salto Adelante”, de los procesos de colectivización de la tierra, y de otras políticas económicas impulsadas por Mao Zedong, todas ellas duramente criticadas en la posteridad, tanto por parte de las potencias capitalistas como por el propio Partido Comunista de China.
Sin embargo, la joven Li ignoraba de quién era la culpa de que en casa no pudieran permitirse siquiera comprar arroz, y aunque se hubiese planteado desenmascarar a los agentes y factores responsables, seguramente no habría tenido la oportunidad de acceder a información fiable al respecto.
Aun así, cuando Mao Zedong decidió buscar apoyos en la juventud para tratar de librarse de sus opositores, Li abrazó su copia del famoso “libro rojo”, la biblia del maoísmo, y se unió a la llamada de la Revolución Cultural llena de ese entusiasmo y esa energía desbordante tan características de la adolescencia.
En principio, la Revolución Cultural era un movimiento de carácter intelectual, o al menos ese es el aire que se le intentó dar. De hecho, Mao llamó a las juventudes para que se reuniesen y discutiesen su teoría, pero lo cierto es que las masas de estudiantes chinos carecían de la formación necesaria para generar una “intelligentsia” al estilo de la revolución soviética.
De hecho, si tenemos en cuenta el desastroso estado del país en general y de las escuelas, apenas en marcha durante las purgas políticas, lo más probable es que resultara realmente difícil dar con estudiantes con las herramientas analíticas necesarias para interpretar el pensamiento de Mao Zedong.
No en vano, en aquellos tiempos, los jóvenes como Li no solían recurrir a las letras para informarse sobre lo que ocurría en China y en el mundo, sino a la radio de algún profesor o de algún vecino más acomodado, y fue precisamente a través de ese medio, tan escaso y preciado, como tuvieron noticia de las grandes marchas hacia Pekín y Shanghai que los nuevos guardias rojos de todo el país estaban emprendiendo.
Como ya he señalado antes, en principio, se trataba de marchas para formar parte de grupos de estudio sobre las ideas de Mao, pero para Li y su amiga Jun, así como para otros muchos chicos de su generación, el fenómeno suponía sobre todo una oportunidad de oro para hacer realidad el sueño de ver a su querido líder en persona.
De nada sirvieron las advertencias emitidas a través de las ondas sobre los riesgos de asfixia por aplastamiento que venían sucediéndose en las estaciones de tren; Li y Jun ya habían tomado su decisión de viajar a Pekín, y nada las detendría, ni siquiera la oposición de sus padres.
Según habían informado las autoridades locales, durante el trayecto a Pekín, cada municipio contaría con un departamento encargado de atender de forma gratuita las necesidades alimenticias y de descanso de la joven guardia, hecho que bien podría hacernos sospechar si muchos no se habrían apuntado al movimiento atraídos por las condiciones del viaje.
Pero para nuestras dos amigas, y supongo que lo mismo podría decirse de otros tantos miles de jóvenes que realizaron la misma hazaña, el viaje hasta Pekín supuso una aventura de recompensas más bien inciertas.
En el caso de Li y Jun, a una decisión un tanto apresurada le siguió un aprovisionamiento de lo más precario, consistente en unos panecillos de maíz birlados de la cocina de su madre, de esos que todavía hoy adornan uno de los platos tradicionales de la región, y que difícilmente podrían bastar como sustento durante el largo viaje a la capital.
Por suerte, el abuelo de Li se había apiadado de la situación en la que su nieta abandonaba el hogar, así que le dejó nada menos que dos yuanes renminbi, un auténtico dineral para la época, si tenemos en cuenta que un billete de autobús podía costar sólo unos céntimos.
Algunos de los certificados expedidos para permitir a la guardia roja acceder a transporte, refugio y comida gratuita por parte de la administración y el Ejército Popular de Liberación.
Armadas con un maltrecho certificado emitido por las autoridades de la aldea, Li y Jun emprendieron su viaje un día de finales de octubre, y lo hicieron caminando 12 kilómetros hasta Longwang para, desde allí, tomar un tren a Changchun, capital de la provincia de Jilin y de la Manchuria pro-japonesa durante la 2ª Guerra Mundial.
La llegada a la ciudad y a la estación de tren de Changchun supuso todo un shock para las dos amigas, quienes nunca habían visto edificios de varias plantas en su vida. Es posible que el maoísmo contribuyese a dignificar el estatus social de la clase obrera y campesina de China, pero aquel día, al verse rodeadas de urbanitas, Li y Jun se sintieron avergonzadas de sus rústicos bollos de maíz, y decidieron alejarse a una esquina para comérselos sin riesgo de delatar su humilde procedencia.
Cuando por fin llegó la hora de montar en el tren, las dos jóvenes tuvieron que soltar más de un codazo y empujón para asegurarse un hueco a bordo. Y digo hueco, porque según el relato de Li, los vagones iban llenos de gente hasta en los compartimentos para el equipaje. Con tal de conseguir una plaza, nuestra protagonista tuvo que aguantar un sinfín de pisotones y tirones que acabaron por romper uno de sus zapatos y su bolsa, por la que se escaparon varios de los panecillos de reserva que les quedaban.
Miembros de la guardia roja en el interior de un vagón de tren.
Aunque en la actualidad el viaje de Changchun a Pekín en tren de alta velocidad apenas dura 7 horas, en 1966, el mismo trayecto duraba nada menos que dos días. Dos días en los que Li y Jun habrían pasado mucha hambre si no hubieran disfrutado del compañerismo y el ambiente de camaradería que imperaba entre los viajeros.
Al llegar a Pekín, una comitiva especial se encargaría de llevar a los jóvenes guardias rojos a un colegio de primaria, donde pasarían los días de espera hasta ser llamados al esperado encuentro con Mao. Es posible que algún lector se esté imaginando a estos jóvenes siendo acomodados en algún tipo de residencia para estudiantes internos, pero lo cierto es que, al menos en el grupo de Li y Jun, fueron las propias aulas las que sirvieron como dormitorio.
De acuerdo con el relato de nuestra protagonista, algunos de sus colegas se las ingeniaron para improvisar una cama juntando unos pupitres, aunque otros muchos tuvieron que dormir en el suelo.
En principio, cada uno iba a contar con su propia manta una vez llegada la hora de acostarse, pero debido a la enorme cantidad de estudiantes llegados, la organización sugirió a los asistentes que compartieran las provisiones, algo a lo que Li se prestó sin problemas, ya que según recuerda, “ese era el espíritu del movimiento”, aunque, al parecer, a algunos de sus compañeros les costaba entender su altruismo.
Pese a las duras condiciones de su estancia, Li guarda un recuerdo grato de la rutina diaria mantenida durante las cerca de dos semanas que pasaron en el colegio esperando para poder ver a Mao.
Y es que, a pesar de la idea que domina en Occidente sobre el ambiente de aquellos tiempos, los guardias rojos gozaron de libertad total para salir por la ciudad durante su estancia en la capital, aunque, eso sí, apenas nadie se olvidaba de aparecer a la hora de las comidas, en las que abundaban el arroz y los huevos cocidos, alimentos de los que Li apenas disfrutaba en su aldea.
Entre las visitas que realizaron durante aquellos días, lo que Li recuerda más vivamente no fue la grandiosa plaza de Tian’anmen, en la que también se sacó la típica foto con el libro rojo de Mao, sino aquella primera vez en que fue al zoo y vio un elefante, que más tarde describiría a sus vecinos de Huangjin como una especie de “caballo enorme con patas como columnas”.
Por otra parte, aunque Li tuvo la oportunidad de visitar numerosas atracciones en la ciudad, le daba un enorme reparo gastar el dinero que le había prestado su abuelo, y nunca se dejó llevar por la tentación de pegarle un pequeño pellizco a su cartera, ni siquiera cuando se le acabaron de destrozar los zapatos.
Al verla de tal guisa y tan reacia a gastar el dinero de su familia, algunos de sus compañeros le recomendaron que pidiera un préstamo en las oficinas dirigidas a la guardia roja, pues resultaba muy sencillo escaquearse de devolver el dinero, pero Li se negó a tomar esa solución y siguió con sus zapatos destartalados hasta que un compañero piadoso le regaló un par algo menos envejecido.
Finalmente, tras la larga espera, en la madrugada del 8 de noviembre, el grupo de Li y Jun se preparó para el gran encuentro que tanto llevaban esperando. Apenas dos horas después de pasada la medianoche, los organizadores les ofrecieron un desayuno contundente a base de huevos y arroz, de los que ya habían empezado a hartarse, aunque esta vez venían acompañados de un paquete de galletas, todo un lujo en aquellos tiempos.
Una vez acabado el desayuno, el grupo fue llevado a pie hasta la calle Chang’an, donde esperaron pacientemente hasta las diez y media de la mañana, momento en el que comenzó a sentirse la cercanía de la tan ansiada escena.
En pie, tras la línea de soldados que limitaba el acceso a la calzada, Li y Jun asistieron con máxima expectación a la aparición del enorme séquito que acompañaba a su célebre líder, quedándose perplejas ante el potente sistema de megafonía desplegado por la avenida.
Entonces llegó Mao Zedong, montado en lo que pensamos que sería un Jeep BJ-212, y las dos amigas se fundieron en la euforia que explotó a su alrededor al escuchar sus palabras: “¡Hola, guardias rojos!”.
Pero como el Jeep que transportaba a su gran líder seguía en marcha, en apenas un minuto la figura de Mao despareció de su vista, y con ella todo aquel furor tan contagioso. Entonces llegó el momento de descender, con esa inevitable dosis de decepción, a la esfera de lo cotidiano y lo mundano, preguntarse si al gran Mao no se le veía un poco envejecido, y pensar en qué demonios se supone que iban a hacer después.
Año 1966. El presidente Mao Zedong revisando las tropas de los guardias rojos desde su coche descapotable.
Tras regresar a la escuela y disfrutar de una merecida comida, hubo varios camaradas que plantearon a las dos amigas viajar a Dalian y a Shanghai para participar en otros “grupos de estudio”, aunque al final el miedo a gastar dinero acabó por convencer a Li y a Jun de volver a su hogar.
El regreso a la aldea supuso para Li un momento de gran júbilo, pues no sólo había hecho realidad la gran hazaña de viajar hasta Pekín y ver al presidente de la república en persona, sino que además llegó con un flamante paquete de deliciosas galletas y sin haber gastado un céntimo de los 2 yuanes que le dio su abuelo.
No obstante, después de haber conocido la vida de las grandes ciudades, la mente de Li se había abierto y expandido, igual que ocurría en el viejo cuento de la rana que se asomó fuera del pozo para vislumbrar el vasto océano.
Así pues, en cuanto uno de los profesores de la escuela decidió organizar un grupo de propaganda, con banda de música incluida, Li volvió a sentir un gran interés por sumarse al plan.
Ahora bien, ya en aquellos meses se comenzaba a respirar el ambiente tenso que provocaron las políticas de Mao entre las diferentes facciones del partido, e incluso en la pequeña escuela de Huangjin, surgieron rivalidades más o menos veladas entre varios profesores.
Y es que, al haber cedido tal nivel de recursos y autoridad en los jóvenes guardias rojos, Mao sembró la discordia entre las figuras que venían ejerciendo cierto liderazgo sobre los estudiantes, que eran básicamente los nuevos líderes de la guardia roja y los viejos miembros del Partido Comunista de China, lo que motivó que ambos bandos se hicieran todo tipo de jugarretas con el fin de apropiarse de tan preciado capital humano.
Según explica Li, uno de los profesores de la aldea se sintió incómodo ante el interés generado por la iniciativa del grupo de propaganda, promovido por una de las comitivas enviadas por el Partido Comunista con el fin de controlar el papel de los guardias rojos en la Revolución Cultural. Así pues, ni corto ni perezoso, el “profesor celoso” corrió a proponer otra actividad que atrajese a todos aquellos jóvenes dispuestos a convertirse en predicadores de la buena nueva de Mao.
Aprovechando que las “marchas de estudio” de la guardia roja estaban en su momento álgido de popularidad, el profesor en cuestión invitó a los jóvenes de la aldea a partir hacia Pekín, pero esta vez a pie, y en consonancia con el nuevo espíritu de coraje y frugalidad que iba extendiéndose entre los camaradas de todo el país.
Así pues, pocas semanas después de haber vuelto de Pekín, Li y Jun, quienes apenas se veían con las habilidades requeridas para formar parte del grupo de propaganda, decidieron unirse a esa nueva peregrinación hacia el corazón del país, con la esperanza de volver a formar parte del éxtasis colectivo vivido ante la figura de su querido líder.
La preparación para esta nueva aventura fue tan precaria como en el caso anterior, o quizás lo fue todavía más, debido a al duro invierno que asomaba ya a partir de diciembre en todo el noreste del país.
El grupo de “peregrinos” contaba con 12 miembros, entre los cuales sólo había dos chicas, las infatigables Li y Jun. La primera etapa del viaje, desde Huangjin hasta Helong, implicó caminar 40 kilómetros en los que incluso rechazaron el remolque de un camionero, quién reaccionó con estupor y enfado ante la actitud de los jóvenes.
Tras un merecido descanso y un plato caliente en el departamento de la guardia roja de Helong, el grupo, liderado por el “profesor celoso”, se dirigió a Changchun, que distaba más de 20 kilómetros, y así continuaron hasta recorrer los 120 kilómetros que separan Changchun de Siping, y los 110 que quedaban hasta Shenyang, la capital de la provincia de Liaoning.
En total casi 300 kilómetros en los que se produjo más de un percance de riesgo, sobre todo al cruzar los viejos y estrechos puentes de ferrocarril que se erigían sobre lagos y ríos helados. 300 Kilómetros que podrían haber sido muchos más si el grupo no se hubiera visto traicionado por su líder, quién los abandonó en Shenyang con la excusa de volver a la aldea para solicitar más dinero para el viaje.
Según cuenta Li, el gesto de aquel profesor les sentó como un jarro de agua fría a muchos de los miembros del grupo, ya que fue en aquel momento cuando se dieron cuenta de su verdadera intención, y del modo tan rastrero en el que trató de alejarlos del grupo de propaganda, para acabar dejándolos tirados en medio de ninguna parte.
Tras unos días sin saber muy bien qué hacer, y en los que ya se iba sintiendo el creciente control del Partido Comunista sobre el nuevo movimiento, las dos jóvenes tomaron el camino de regreso al hogar, al que llegarían a tiempo para celebrar el año nuevo.
El camino de vuelta lo deshicieron en tren y en el compartimento de carga de un camión. Su entusiasmo se había llevado un nuevo revés, y aquel espíritu que las había ayudado a combatir el frío, el hambre y el cansancio se iba apagando a medida que eran transportadas de vuelta a casa.
En febrero de 1967, la postura oficial del gobierno se proclamó en contra de los guardias rojos y dio paso a su desintegración. Pero ya era demasiado tarde. Para entonces ya se había dado rienda suelta a los excesos y los horrores que escribieron con sangre el mal nombre de la Revolución Cultural.
En Changchun, Li presenciaría la humillación y el linchamiento público al que fue sometido el presidente de la Universidad de Jilin, acusado de colaborar con los intereses soviéticos.
Monjes budistas obligados a sujetar una pancarta que reza “todo lo que dicen los libros budistas no es más que pedos de perro”.
El nivel de paranoia y terror generado por el endiosamiento de Mao Zedong contribuyó a que cualquiera que hubiera expresado un grado de contrariedad excesivo hacia sus planteamientos, o se hubiera atrevido a interpretarlos de forma alternativa a la postura oficial, corriera el riesgo de caer en manos de esta particular inquisición “con características chinas”.
La energía irrefrenable de la juventud, reprimida durante siglos por el deber de obedecer y respetar a profesores y padres, había explotado finalmente y las airadas llamas dirigidas contra los “cuatro antiguos” (costumbres, cultura, hábitos e ideas) se habían extendido con ese ímpetu visceral que anula el juicio y la clarividencia.
Transcurridos aquellos años de violencia y bochorno, cuando el gobierno chino se preparaba para reanudar el programa educativo nacional, Li recibió un documento que acreditaba la superación del programa de enseñanza secundaria y le permitía presentarse a los exámenes de acceso al nivel universitario, recuperados a principios de los setenta y estandarizados a escala nacional a partir de 1977.
Según cuenta Li, hubo muchos trabajadores sin estudios como ella que lograron el acceso a las universidades sin otra acreditación que su experiencia laboral y alguna carta de recomendación firmada por sus superiores. Pero ella, tan humilde como siempre, no tuvo la suficiente cara como para reclamar tal oportunidad, y en lugar de ello, dedicó su vida a trabajar limpiando carreteras, aquellas que recorrió una vez, hace ya muchos años, cuando era joven.
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